domingo, 11 de noviembre de 2012

4. PERSONALIDAD.


Me pongo en pie de la silla y con un gesto de la cabeza obligo a mi hermano a salir de la cocina para hablar en privado. Mi madre y Carlos nos miran perplejos por los acontecimientos surgidos sin decir palabra, pero mi hermano obedece a mis órdenes con una sonrisa en la cara. Le divierte la situación. Siempre ha jugado mucho con el trato, pero no hasta este punto. Siempre insinuaba cosas, como: 'No puedes estar solo con esa cara' o 'Si es que en el fondo te pareces a mí'. Indirectas que únicamente yo captaba. En esta ocasión se ha lucido.
Le agarro de los hombros y lo arrastro hasta el salón donde cierro la puerta después de adentrarme en él. El salón es la zona más amplia del piso. Una mesa redonda a la izquierda frente a la puerta, y un sofá con un sillón a la derecha. Con una televisión enfrente, por supuesto. La mesa la utilizamos para las grandes comidas familiares. Sí, esos maravillosos días en los que te tienes que vestir bien en tu propia casa para que tu familia no piense mal de ti. Lo único bueno de esos días es que puedo estar con mi tío Fernando. Es el hermano pequeño de mi padre, y tiene 27 años. Podrá tener 27 años físicos, pero mentales tiene unos 5. No he conocido a una persona más infantil que mi tío, se pelea con mis primos pequeños por los juguetes y por cambiar el canal de la televisión. Es el mejor tío del mundo, siempre me hace reír, es como mi mejor amigo, se lo puedo contar todo. Es el único de la familia con el que tengo la suficiente confianza como para haberle contado lo del reto. Para mí esa confesión supone todo el respeto de mi familia. Conocen la historia de Hugo, saben cómo es, pero yo sigo siendo el ejemplo de familia. Prácticamente no me conocen.
Apoyo una mano en la pared lisa del color del melocotón y miro con odio a mi hermano. Siempre creí que era demasiado grande, pero ahora veo que es solamente la musculatura, porque le saco media cabeza. Observo su uniforme de rayas verticales. Lleva un par de meses trabajando en Mercadona. Mi hermano nunca ha sido muy aficionado a los estudios, siempre quiso ser cantante, pero canta fatal, así que fue un mal sueño. En cuanto aterrizó en la realidad, abandonando aquella falsa vida que creaba en su mente, se dio cuenta de que tendría que volar en algún momento del nido. A sus 21 años todavía no se ha planteado buscar un hogar propio, tampoco es que el sueldo que le ofrecen sea millonario, pero ahorrando todo se consigue. Mi madre ya está harta de sus cuentos de: 'Mañana mismo me busco algo'.
– Rápido, que tengo prisa. – Dice mirando con descaro su reloj de muñeca.
– ¿Pero tú de qué vas? – Le pregunto. – Teníamos un trato.
– Piensa que en cuanto consigas acabar el juego, el trato se acabará y yo ya no te deberé nada.
Le maldigo en mis pensamientos y me aguanto las ganas de arrearle un puñetazo en plena cara. Normalmente mi hermano me tienta hasta el límite de desear su muerte, pero ahora ardo en deseos de que sea torturado. Torturado por mí, no hay nada más malo que tener un hermano que te manipule.
– Es broma, capullo, solamente me aburría y me apetecía cabrearte un poco. – Me da una palmadita en el cuello y se aleja lentamente de mí hasta la puerta. – Y veo que lo he conseguido, me voy a trabajar.
Escucho cómo se despide de Carlos y de mi madre antes de desaparecer con un portazo. Vuelvo a la cocina con el corazón en un puño, ¿y ahora qué le digo a mi madre? He reaccionado completamente a la defensiva, seguro que se interesa sobre nuestra pequeña discusión, es la madre más cotilla del mundo. Empujo la puerta abierta de la cocina y justo cuando entro es cuando intenta salir Carlos, agarrándose la corbata con las manos.
– Donna, tengo que ir a trabajar. – Me pasa la mano por el pelo revolviéndomelo y agarra las llaves del cuenco de la entrada para desaparecer como ha hecho antes Hugo. – ¡Que paséis un buen día!
No he visto a hombre más vital y lleno de alegría y entusiasmo que Carlos. Vive la vida como si fuera una serie de comedia, no borra la sonrisa en ningún momento. Al principio me resultaba tedioso, pero a medida que me fui acostumbrando, comencé a ver en su extraño comportamiento, un significado. Se enfrenta a la vida con la cabeza bien alta y la felicidad recorriendo su rostro, y al final, quieras o no, acabas contagiado.
Me peino con la mano derecha para dejar en su estado habitual el pelo alborotado intencionadamente y me siento sobre mi silla. Aunque tenga la mirada fija sobre mi vaso de Cola Cao, noto cómo mi madre clava su mirada en mí. Incluso me atrevo a decir que ni parpadea, levanto levemente la cabeza para comprobarlo, y efectivamente, ahí está, dándole un último sorbo a su café. Lo deja sobre el fregadero y se sienta en una silla frente a mí.
– ¿A qué ha venido lo de antes? – Rezaba mentalmente para que no se tratara de ello, pero al final tengo razón en lo de ser ateo.
Encierra entre sus finos y esbeltos dedos un mechón de su moreno pelo ondulado. Su procedencia italiana se refleja en la tez de su piel, ligeramente morena durante todo el año. Tengo el tono de piel y el pelo castaño de mi padre, pero los ojos azules los he heredado de mi madre. Ni mi hermano ni yo hemos sido receptores del típico color marrón oscuro de los ojos españoles de mi padre. Todo el mundo se sorprende en cuanto menciono que soy medio italiano, suena exótico.
– Eh... Nada. – Intento rebuscar entre mis ideas alguna clase de excusa digna de ser creída. – Que el número 99 no lo he hecho. Le dije que no te dijera que no me salían los ejercicios de matemáticas, pero es un chivato. – La excusa de que el perro se ha comido los deberes es más creíble que la mierda que acabo de soltar.
– Sabes que si necesitas refuerzo en matemáticas, te podemos buscar un tutor. – Es increíble, se lo ha creído. Desde que pasé a bachillerato, no ha dejado de insistirme en que si necesito ayuda, que no dude en comentárselo. No me puedo creer que se lo crea, estando al último mes del curso a punto de hacer la selectividad.
– Lo sé, siempre me lo dices. – Intento hacerme la víctima, con los años he conseguido ser mejor actor, pero aquello de inventar excusas nunca ha sido lo mío. Miro mi reloj de muñeca y me pongo en pie al instante. Llego tarde. – ¡Mamá, me voy ya que en cinco minutos tengo que estar allí!
Salgo volando de la cocina sin darle tiempo a que se despida. Corro hasta mi habitación para llenar la mochila con libros al azar, puesto que no pienso utilizar ninguno. El día que hagan libros de texto con una tapa mullida, me interesaré por ellos. Me echo la mochila roja a la espalda, agarro el skate y salgo de mi cuarto para dirigirme a la entrada, donde mi madre sujeta mis llaves con exasperación. Siempre me las dejo, incluso una vez me tuve que quedar fuera dos horas hasta que llegase mi madre para abrirme.
– ¡Adiós! – Me despido de ella alzando la voz sin importarme la vida de los vecinos.
Lo malo de vivir en un tercer piso son las escaleras. La bajada es completamente llevadera, pero ya lo de subir por ellas, es agotador. Mi madre me prohíbe completamente usar el ascensor, porque dice que es un gasto innecesario de luz y energía. Pero yo me paso sus rollos ecologistas por el forro del pantalón y cuando sé que no está en casa, subo por el ascensor.
Del bolsillo pequeño de la mochila saco mi iPod y lo enciendo para hacer el camino hasta el instituto más llevadero. Dejo el skate en el suelo en cuanto salgo del portal y me deslizo sobre él por la calle desierta. A estas horas solamente salen los jóvenes. La noche no es joven, los lunes por la mañana lo son.
Tarareo en mi cabeza cada una de las canciones que se reproducen y después de cinco minutos exactos, llego a la cárcel que me sugiere ser el instituto. Al principio fueron buenos años, pero luego empezó tercero y ya la cosa se tornó oscura. Me acoplo a un grupo de chicas de primero que entre risas intentan evitar contactar con mi mirada. Me hace gracia que les de miedo hablar conmigo, tampoco las voy a violar. Saluda a la chica del pelo castaño liso que va en medio, es la hermana pequeña de Víctor, Sara. Me separo del grupo de chicas a las que de lejos y con la música puesta todavía escucho cuchichear y reír. Me adelanto para llegar hasta la entrada del instituto, pongo un pie en el suelo mirando el edificio.
Aquí es cuando dejo de lado al chico dulce.

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