domingo, 28 de octubre de 2012

2. DESTACAR.


Me atraganto en cuanto le escucho formular la pregunta. Comienzo a toser y recobro el aliento para poder contestarle, pero aun así las palabras se me traban. Mi madre se acerca para darme palmadas en la espalda, pero sus gestos no calman la situación. Teníamos un trato, no íbamos hablar de nada delante de mamá. Ella no conoce la historia, ni siquiera se la imagina. Continúa pensando que su hijo pequeño es aquel niño que llevaba a la feria a montar en los patitos. Eso quedó atrás hace mucho tiempo. Lo que no entiendo es cómo se le ocurre realizar esa pregunta delante de todo el mundo.
Todo comenzó cuando yo, pequeño e inocente niño de 12 años, comencé a ir al instituto. Fue justamente el primer día. Todo era nuevo, grande y temible para mí. Las clases y pasillos estaban repletos de gente mayor, altos. Por aquel entonces yo no llegaba al metro y medio. Lo sentía todo ajeno, fuera de lugar. Sentía que ese no era mi sitio, pero es lo que suele pasar cuando experimentas algo nuevo, ¿no? Todo es extraño y siniestro. En cuanto llegué a casa mi hermano me echó la charla, él tenía 16 años y estaba con sus amigos. Sus amigotes, mejor dicho.
– Vaya, vaya... Pero qué mayor es mi hermanito, que ya va a 1º de la ESO. ¿Qué tal tu primer día? – Tras soltar una profunda y larga carcajada, al compás de la de sus amigos, me obligó a sentarme en una de las sillas que rodeaban la mesa del salón. – ¿Le has echado el ojo ya a alguna chica?
Me guiñó el ojo antes de soltar de nuevo otra carcajada que retumbó en toda la sala. Cuando mi hermano y sus amigos se reunían, era mala señal. Aquella clase de quedadas consistía en una lenta tortura hacia mi persona. Me veía obligado a esconderme dentro de mi armario para intentar escabullirme de aquellos matones, pero al final siempre me encontraban.
Respecto a la pregunta que me hizo, claro que me fijé en una chica. Es más, me fijé en varias. ¿El problema? Todas mayores. Tengo la mala costumbre en encapricharme de todo aquello que es inalcanzable para mí. Y desde bien pequeño. En quien primero me fijé, fue sin duda en Alba Lomeda. Cuando yo iba a primer curso, ella iba a tercero, es decir, que ahora tendrá unos 20 años, ya no sé nada de ella. Era una chica preciosa, pelo largo y rubio, ojos marrones increíbles y unos labios que te hacían desear más. Seamos sinceros, en lo que todo niño de primero piensa, es en el físico, es decir, que estaba buena. Todavía lo pienso. Lo gracioso es que ella misma formó parte de todo este juego.
– No. – Insté de inmediato.
– No me lo creo, no mientas, enano. – ¿He mencionado que sentía pasión por recordarme mi menuda estatura? Aun siendo más alto que él a mis 17 años, continúa asignándome ese mote tan odiado. No es fácil ser el hermano pequeño.
No tenía ni la necesidad ni las ganas de contarle todo lo que había vivido y visto en mi primer día, pero sentí la necesidad de decirle que una chica de primero de bachillerato se me acercó para decirme que era una monada y tenía unos ojos preciosos. También que los profesores al leer mi apellido ya me familiarizaban con él y me preguntaban si éramos iguales en comportamiento. Yo les dije que era buena persona. Me gané su respeto odiando a mi hermano, siempre fue el graciosillo de la case.
– No te incumbe. – Insistí, retante.
– Pero mira quién se ha tragado un diccionario – empezó a ponerse pesado, sus amigos seguían riéndose. Estúpidos sin vida que únicamente venían a mangonear mi merienda. Les odio. – , como no hables, sabes lo que te espera.
Claro que sabía lo que me esperaba, pero guardaba la mínima esperanza de que aquello jamás llegara a su pequeña memoria de pez. En cuanto estaba en desacuerdo con mi hermano, de inmediato me cogía por las axilas y me encerraba en la galería de la cocina. Allí hace un calor terrible, en verano, invierno o en invierano. Nunca he tenido la capacidad de aguantar el calor. Los veranos para mí son insoportables, imposibles de manejar. Es evidente que adoro el invierno. Respecto a su amenaza, claro que cedí.
– ¿Alba Lomeda? ¿En serio? Cómo se nota que soñar es gratis.
Me vi obligado a volver a escuchar las horribles carcajadas de aquel grupito, y otra vez tuve que agachar la cabeza para aguantar las ganas de repartir regalos de Navidad. Tenía los puños en tensión, incluso me clavé las unas en las palmas de las manos. Me dejé marcas. De pronto comencé a pensar. Sí, soñar es gratis. Pense que esa chica jamás se interesaría por mí, jamás significaría algo para ella. Era un mocoso. Quería ser alguien conocido, alguien famoso en la ciudad. Como mi hermano. Hugo es el chico más conocido de todo Alicante. Desde que iba al colegio era bien conocido por sus travesuras, y cuando pasó al instituto, se convirtió en un icono de la rebeldía. Siempre sabía cómo salir inmune de los problemas, siempre lo conseguía. Y lo sigue consiguiendo. También ha sido aquel 'ligón'. Un rompecorazones.
– Quiero... quiero ser como tú. – Susurré de manera tan suave que se asemejó a el silbido del aire corriendo por la ventana abierta.
– ¿Cómo has dicho? – Dijo mi hermano acercándose más a mí. Lo había escuchado perfectamente, observé cómo aparecía lentamente la curva de una sonrisa malvada.
– Quiero ser guay.
Me costó decirlo, muchísimo. Aquello de confesarle a mi hermano que quería ser como él, fue quizás lo peor que hice en mi vida. Mis deseos de fama, de ser grande, me salen caros a estas alturas de la historia. Pero era joven, quería resultados rápidos. Quería ser tan conocido como él. No quería ser el hermano de Hugo Cos, quería ser Óliver Cos. Creo que lo he conseguido.
Mi hermano se acercó lentamente a mí, se vio obligado a dejar atrás la silla en la que se encontraba sentado. Me puso las manos en los hombros, reaccioné con un reflejo, pensando que me iba a llevar a la galería, pero simplemente me miró a los ojos desde mi altura. Él ya era muy alto, obvio, tenía 16 años. Mi sorpresa fue todavía mayor al ver cómo me daba unas palmaditas en la cabeza y me revolvía la maraña de pelo enredado.
– Estaba esperando a que me lo dijeras.

1. NÚMEROS.


– ¡Despierta, enano! – No necesito abrir los ojos para saber que se trata de Hugo, mi hermano mayor.
Noto cómo alguien agarra la sábana con maldad, y la estira con malas intenciones. Me coloco en posición fetal para conservar el calor que las sábanas me regalaban anteriormente. Con la misma maldad, sube la persiana. El tiro le ha salido mal, puesto que a estas horas, todavía es de noche y la luz es un desconocido para este nuevo día. No es ningún inconveniente para mi hermano, que comienza a dar aplausos cual espectador de programa de televisión, como si en ello consistiera su vida. Tras un interminable minuto, desaparece tras la puerta. La paz inunda de nuevo mi cuarto.
Todavía sobre la cama, extiendo mis extremidades para estirarlas. Cuando consigo tocar el cabezal con las manos y mi tronco cruje, vuelvo a mi estado normal. Sí, el vegetativo. Escucho cómo mi madre grita mi nombre. Normalmente es ella la que viene hasta mi cuarto para hacerme saltar de la cama, se ve que Hugo ha decidido vengarse tras tantos años de tormentos. Cuando era más pequeño, y todavía iba al colegio, los sábados corría hasta su cuarto para subirle la persiana, puesto que él se levantaba al mediodía, y yo a las nueve ya estaba más feliz que una perdiz. Ahora que soy yo el que se levanta más tarde, las cosas han cambiado.
Después de diez minutos de reloj, los cuales se pasan volando, decido ponerme en pie. Me tambaleo levemente hasta conseguir un equilibrio, y camino arrastrando los pies desnudos por el frío suelo hasta llegar a la puerta, que es donde me apoyo con el brazo derecho sobre el marco de esta. Cierro la puerta, puesto que detrás de ella se encuentra un espejo en el cual me reflejo. Suelto un largo suspiro de resignación y abandono mi estrecho cuarto para salir al pasillo desierto.
Tengo la suerte de que mi habitación se sitúe justo enfrente del baño. Me viene más a mano. Digamos que soy un chico vago. El más vago. Enciendo la luz amarillenta que rebota por las paredes e impacta contra mis ojos los cuales me veo obligado a entrecerrar. Aguardo un par de segundos hasta que me acostumbro y me acerco hasta el retrete donde hago mis necesidades. No hace falta entrar en detalles. En cuanto termino me pongo frente al espejo y agito la cabeza con fuerza para 'peinarme'. Aunque no es el término adecuado, puesto que el proceso que ejecuto está falto de utensilios. Para variar, agarro el peine más cercano y me cepillo hacia los lados la corta melena castaña. Hace dos años que decidí dejarme el pelo más largo. He tenido más éxito con este cambio.
Me quedo engatusado observando mi reflejo en el espejo. En él se ve a un chico alto. Normal, puesto que tengo ya mis 17 años. Veo a un chico seguro de sí mismo, un chico apasionado, un chico que enamora con su mirada. Tengo fama por mis característicos ojos azules, eso suma puntos. Me doy un par de palmadas en el abdomen desnudo y salgo del cuarto de baño, no sin antes lavarme la cara y deshacerme de aquellas legañas que profanaban mi buena vista. Apago la luz sin mirar atrás y vuelvo a mi refugio. Me acerco hasta el armario empotrado del cual saco lo primero que pillo. Lo bueno de dormir en ropa interior, es que luego no te tienes que desnudar. Me pongo unos vaqueros negros y una camiseta blanca en la cual hay dibujadas tres tablas de skate. Últimamente se han puesto de moda los skaters. Esa clase de cosas me revientan, llevo practicando skate desde que tenía trece años, y siempre se han reído de mí. No aguanto a esos chulos con gafas de pasta que se hacen fotos junto a una tabla a la cual jamás le habrán puesto un pie encima.
Mi paciencia es prácticamente inexistente, aunque pueda aguantar algunas cosas, siempre habrá algo que me supere. También soy posesivo, lo que es mío, me pertenece. Mis amigos me tachan de quejica, puesto que no hay día que no le eche ascos a algo. Tengo la mala costumbre de criticar todo aquello que veo, no solamente hago críticas destructivas, también constructivas.
Realmente, esa es una faceta que he creado a lo largo de los años, aunque realmente yo no soy así. Soy aquel chico al que le hacen gracia los chistes malos. Soy aquel chico que no deja de sonreír. Soy aquel chico que siempre intenta animar a los demás. Soy aquel chico que dejé atrás. Por culpa de la situación en la que me encuentro, me veo obligado a actuar de determinadas maneras. Cada vez es más confuso, cada vez soy una persona diferente hasta que llego al punto de que ni siquiera sé quién soy. Es desconcertante, pero soy partícipe de este pequeño mundo de locura. He acabado con aquel Óliver soñador, amante de los deportes y aficionado a la música. Ya ni siquiera toco la guitarra, mi gran amiga durante todas aquellas largas tardes de verano. Me he vuelto frío, duro. Me he convertido en esa clase de persona que siempre odié.
Me pongo una zapatillas cualquiera y salgo de mi cuarto. Camino lentamente por el largo y estrecho pasillo hasta llegar a la viva y alegre cocina donde me encuentro a Hugo, mi madre, y su novio. Mis padres se divorciaron cuando yo solamente tenía seis años. Fue hace cinco años cuando mi madre decidió contarme la completa y verdadera historia. Mi padre la engañaba con otra mujer. Una mujer más joven. Siempre quedaban por las noches, e incluso se fueron de viaje de novios. Mi padre se lo ocultó como pudo, pero las mentiras tienen las patas muy cortas, y por un despiste, mi madre se enteró. Sin gritos, ni peleas, ni nada, le pidió el divorcio. Él aceptó sin rechistar, puesto que no tenía nada que espetarle. En cuanto conocí la historia, sentí ganas de salir y darle un puñetazo en la cara a mi padre. Ni siquiera sigue con esa mujer, Paola. Ahora vive solo, con un perro, en un piso mugriento, el cual me niego a visitar. Mi madre ahora es feliz con Carlos. Se casaron hace un año y jamás la he visto tan feliz. Se comportan como una pareja de adolescentes, y por muy mal que me cayese en aquel entonces Carlos, es un buen tipo y quiere a mi madre.
– Queda un poco de leche en la nevera, sírvete. – Me indica mi madre que sujeta su taza de café con leche entre las manos.
Me acerco hasta llegar a la puerta de la nevera y la abro para dar paso a un mar de alimentos. Ayer hicieron la compra. Cuando salen a comprar, compran para dos semanas, por lo menos. En cuanto diviso el cartón de leche entre las lejas que cuelgan de la puerta, lo agarro y del armario saco una taza lisa de color rojo. La lleno hasta arriba y de la despensa saco el Cola Cao, hecho dos cucharadas y lo remuevo hasta conseguir el punto ideal. Me siento en mi sitio habitual y observo cómo charlan alegremente sobre temas triviales de la vida. Nada importante que me interese. Nada importante, hasta que mi hermano abre la boca.
– ¿Qué tal con la número 99?

sábado, 27 de octubre de 2012

PRÓLOGO.

Realmente, ya no sé ni quién soy. A veces soy agradable, otras gracioso, y otras un completo capullo. ¿Qué ha sido de mi personalidad? ¿Aquella que me hacía tener tantos amigos? Por supuesto que conozco la respuesta. No se trata de que haya crecido, ni madurado, ni nada por el estilo, puesto que en vez de maduro, cada día me encuentro más inmaduro. Mi forma de actuar respecto a la gente que me rodea, ha cambiado notablemente. Lo peor es que todo ha sido involuntario, aunque no me excuso de que no sea en parte por mi culpa. Yo acepté. Acepté el reto propuesto por mi estúpido hermano mayor y sus amigos. Yo era joven, bueno, más joven e inexperto. Era mi primer año en el instituto, y como cualquier otro crío, quería triunfar. Ahora no sé si sentirme orgulloso por estar a punto de conseguirlo, o sentirme un completo gilipollas, que quizás es lo que soy. Es lo que me dicen. Mi conducta ha hecho que pierda a gente que realmente quiero. Como por ejemplo, a ella.